El nuevo libro “El mundo sin nosotros” realiza un ejercicio especulativo donde imagina cómo sería un mundo donde el ser humano se ha extinguido. Aquí algunas de las conclusiones obtenidas.
Imagine por un momento que un día se despierta y descubre que es el único habitante de la Tierra. De la noche a la mañana, la totalidad de la humanidad se ha evaporado por arte de magia. Si vive en una ciudad, descubrirá que las calles están vacías, los automóviles detenidos, aunque los ciclos de los semáforos prosigan. Las chimeneas de algunas fábricas en las afueras siguen echando humo, pero ya no hay nadie en su interior. Las luces de emergencia nocturnas siguen vigentes en los edificios de las grandes compañías, hospitales, grandes almacenes? y los paneles luminosos de los anuncios comerciales se encienden y apagan como si nada. Se siente alarmado, presa de una mezcla indefinible de soledad y cosas que funcionan solas. Enciende los interruptores de su casa. Aún hay luz. La nevera funciona. Pero la radio escupe un siseo, sin voces ni música, y lo mismo sucede con la televisión: una carta de ajuste, o simple nieve electrostática.
Y se pregunta: ¿qué va a ocurrir? ¿Persistirá el suministro eléctrico? ¿Hasta cuándo? Intuye que no va a tener problemas en alimentarse; bastará romper las cerraduras de cualquier comercio. ¿Y qué va a suceder dentro de un año?, ¿y de diez? O quizá, en su imaginación, pueda transportarse al futuro, un siglo hacia adelante, o pongamos diez siglos, cientos de miles de años, millones de años. ¿Cómo cambiará el mundo, las ciudades, los animales y el clima? ¿Podría la naturaleza curarse del indudable daño cometido por el hombre? Sin duda, se trata de un experimento de la ecología imposible de realizar. Para encontrar una respuesta, Alan Weismann, profesor de periodismo científico de la Universidad de Arizona y reputado escritor de ensayos científicos en revistas como Discover o The New York Times, decidió consultar con decenas de expertos en ecología, biología de la extinción e ingenieros, y agrupar todas las respuestas en un libro que acaba de ver la luz en Estados Unidos, The world without us (El mundo sin nosotros. Editorial Debate).
Llegará un momento en que los interruptores de la luz no funcionen. La mayoría de las centrales eléctricas tienen sistemas de seguridad que cortan el funcionamiento si detectan que no existe mantenimiento por parte de los seres humanos. Las térmicas que queman carbón o petróleo para producir electricidad serían las primeras en pararse. En cuanto a las centrales hidroeléctricas, una tormenta puede jugar una mala pasada en cualquier momento; las ramas y desperdicios que recibe una presa podrían obstaculizar la salida de agua y la producción eléctrica. Weismann describe el caso de la ciudad de Panamá, donde “los seres humanos controlan la fuerza del caudal del río Chagres para ver cuándo tienen que abrir las esclusas y dejar pasar el agua”. Sin ese control, la electricidad no tardaría en esfumarse. Cuestión de pocos días.
Si usted viviera en una ciudad alimentada por una central nuclear, es posible que consiguiera un poco de tiempo extra de energía, aunque el precio le saldría caro. Sin mantenimiento, una nuclear corta el suministro de electricidad, aunque lo último en dejar de funcionar dentro de su sistema nervioso sería el circuito de agua que refrigera el reactor. La central de Palo Verde, en EE UU, es una de las más modernas, y dispone de generadores diésel capaces de mantener vivo este circuito durante siete días. Después, sin agua que lo enfríe, el reactor se fundiría. Las 441 plantas nucleares que existen en el mundo entrarían, una a una, en piloto automático, y se quemarían, liberando su contenido radiactivo a la atmósfera. Y sólo han transcurrido diez días desde que empezó la pesadilla: ahora, el mundo que antes conocía está a oscuras. Y su aire es mucho más radiactivo.
Con el tiempo, los edificios y las estructuras urbanas tampoco permanecerían impasibles. El gran enemigo, dice Weismann, es el agua. En el caso de la isla de Manhattan, muy rica en fuentes y acuíferos subterráneos, los ingenieros tienen constantemente que bombear agua para que no se inunden los túneles del metro, que quedarían anegados en un par de días. Algo parecido podría ocurrir con Londres, Washington y Nueva York. Aunque Weismann no ha estudiado el caso de Madrid, sin duda el hecho de tener un río como el Manzanares ofrece la posibilidad de que en el futuro se desborde. Con el tiempo, el agua deshace el hormigón. Incluso aunque esté infiltrado por barras de acero o hierro, el agua terminará por oxidarlas. Y un metal oxidado se expande, resquebrajando el hormigón que lo envuelve. No es necesario viajar al futuro para que ocurra. Incluso con mantenimiento e ingenieros, el agua ha ocasionado desastres en infraestructuras imponentes. A principios del pasado agosto, un puente de Mineápolis, en EE UU, se desplomó, con su entramado metálico retorcido, causando la muerte a siete personas. Ya se habían detectado signos de corrosión en la estructura del puente y pérdidas de hormigón, según Weismann.
Transcurrido un año, la ciudad en la que usted vive ya ofrece un aspecto distinto. El pavimento de las calles se ha agrietado, consecuencia del agua infiltrada que en invierno se congela, y se expande cuando vengan tiempos más calurosos (todo el mundo sabe que no se puede meter una botella de agua en el congelador). En esas grietas comienzan a brotar plantas y musgos, y tras unos cuantos años, árboles. ¿De dónde han salido? Las semillas que proceden de árboles como el ailanto un árbol ornamental de crecimiento rápido, bastante común en una ciudad como Nueva York o Madrid no han sido barridas ni retiradas de las calles. Este invasor procedente de China lanza sus raíces a más de cien metros de profundidad, y es capaz de superar con facilidad los veinte metros de altura. El ailanto y otras especies arbóreas se expandirán sin necesidad de jardineros. En la capital española, de acuerdo con Ginés López González, experto del Real Jardín Botánico de Madrid, la falta de riego pondría difícil las cosas a algunos árboles y abriría el camino a otros, como el olmo siberiano, “capaz de nacer entre las grietas de los adoquines y en los muros”.
En cuanto a las casas, el proceso destructivo empieza en los techos, que conectan una pared vertical con otra, y que son los puntos más débiles. En esas uniones golpeará el agua. Las goteras inevitables. “Cualquier persona que se ocupe del mantenimiento de edificios lo sabe”, explica Weismann. En una o dos décadas, la estabilidad de muchos techos estará comprometida. Y acabarán por derrumbarse en 50, puede que en 80 años. Aunque en España muchas cubiertas están hechas con tejas de cerámica, muy resistentes, lo cierto es que las goteras y la gravedad terminarán el trabajo. La mayoría de las casas que antes cobijaban a seres humanos se abrirán a la intemperie para su colonización. En cien años quizá.
Y los edificios más grandes, como los grandes museos, puede que duren un poco más, quizá dos siglos, aunque inevitablemente el agua y la humedad aumentarán en su interior especialmente en los niveles más subterráneos hasta el punto de arruinar la mayoría de las obras de arte, en lo que Weismann califica como “un criadero de insectos”. La humedad y las materias orgánicas son un caldo perfecto para la explosión de las bacterias; pinturas y frescos arruinados, obras de arte, libros, películas sin las personas que se encargan de su cuidado, la inmensa mayoría del arte humano desaparecerá. No es lo mismo preservar las obras del pasado, por muy deterioradas que estén, que dejarlas a la intemperie. Si exceptuamos las cerámicas. Son extraordinariamente resistentes al paso del tiempo. El barro quedaría casi como el único elemento para que el arte sobreviva al tiempo.
La arqueología de las ruinas mayas puede ofrecernos una pista del aspecto que tendrían Madrid o Nueva York con el paso de los siglos; aunque el material del que estaban hechas -piedra natural en la mayoría de los casos- es mucho más resistente que el hormigón o el acero de las casas del siglo XXI. Aún no están claras las causas del desplome de la civilización maya, ocurrido entre los años 800 y 900 antes de Cristo. La selva tropical tardó diez siglos en engullir sus estructuras, pirámides y edificios. Así que es muy posible que ésa sea la visión que ofrezcan nuestras ciudades un milenio después del abandono; edificios resquebrajados, llenos de humedad, plantas, musgos y toda suerte de curiosos moradores, especialmente los insectos.
No tendría que esperar tanto para ver cómo se derrumban algunas de las grandes obras arquitectónicas que suponen un orgullo para los ingenieros; los cálculos indican que la mayoría de los puentes colgantes de EE UU se desplomarían transcurridos apenas 300 años. Si usted pudiera dar un paseo por su ciudad, encontraría árboles creciendo dentro de casas derrumbadas, con nidos en sus copas; los lobos y coyotes patrullarían los barrios urbanos derruidos en busca de presas. Y el cielo estaría dominado por halcones y águilas.
Le asalta una pregunta: ¿qué materiales hechos por humanos podrían aguantar prácticamente intactos? Plásticos y PVC, “hasta que aparezcan microbios capaces de digerirlos”, responde Weismann. Y el bronce, una aleación de metales muy resistente. En esta lista habría que añadir el vidrio convencional -los hallazgos arqueológicos indican que ya se fabricaba a orillas del Nilo hacia el año 1250 antes de Cristo- y su homólogo más sintético, la fibra de vidrio, “un material prácticamente indestructible al estar hecho de arena”.
Algunas de estas sustancias perdurables con la marca humana impresa en ella no van a gustarle. Los elementos radiactivos de los misiles nucleares se liberarían a la atmósfera por culpa de la corrosión acelerada, aunque eso no sucedería hasta transcurridos 5.000 años, pero permanecerían allí mucho más tiempo… Al igual que los contaminantes y los isótopos de las centrales nucleares. El plomo exhalado por el tubo de escape de los coches y depositado en el suelo tardaría unos 35.000 años en disiparse.
Desaparecido el ser humano, ¿tenemos que presumir que el resto de los animales saldría beneficiado? Si se ha catalogado al hombre como el mayor destructor de especies -una peste planetaria para los ecologistas más extremistas-, su extinción definitiva dejaría un mundo de ganadores y perdedores. En opinión de Edward O. Wilson, biólogo de la Universidad de Harvard, los animales domésticos serían los primeros en perder la batalla, una vez evaporados sus protectores humanos. Y desde luego, los cultivos y plantas traídos por la mano humana serían “barridos de la Tierra en uno o dos siglos”, según comentó Wilson a Discover.
Las primeras víctimas nos resultan muy familiares: vacas, toros, bueyes, cerdos, gallinas, cabras, ovejas… Una regresión del ganado doméstico a sus antecesores silvestres parece bastante improbable. El auroch, un toro prehistórico, fue la última forma salvaje, y se extinguió en 1627. Hoy, sus descendientes domesticados apenas tienen capacidad de defensa “Los hemos convertido en máquinas de digerir”, dice Weismann; máquinas que necesitan de la protección de los pastores, las cercas, los vaqueros… Sin humanos, a los carnívoros de todo el mundo les espera un gran festín, como si antes de despedirse les hubiéramos regalado una cantidad inconcebible de filetes gratis.
No existen prácticamente lugares en la Tierra privados de la presencia humana, salvo algunas partes de la Antártida y las cimas de los tepuyes venezolanos. Se trata de montañas que se yerguen en la sabana y en la selva, formaciones de arenisca de 3.600 millones de años que a veces alcanzan más de 2.000 metros de altura, en cuyas cimas presumiblemente han vivido plantas y animales evolucionando de forma aislada. Los tepuyes son un caso excepcional, y algunos nunca han sido hollados por el hombre. Sin embargo, no buscamos una naturaleza primigenia; el experimento consiste en observar si un ecosistema que contuvo seres humanos puede retornar a ser lo que fue.
Uno de ellos es una franja desmilitarizada de terreno de 250 kilómetros de largo por cuatro kilómetros de ancho, que separa las dos Coreas. Fue instaurada en 1953 después de la guerra, y durante más de medio siglo ha permanecido libre de influencia humana, quedando prohibidas las incursiones por ambos ejércitos. Desde el espacio, la zona (conocida en sus siglas inglesas como DMZ) ofrece una visión imponente; al este, el terreno montañoso está forrado de una densa jungla, mientras que en la parte más occidental, los ríos se retuercen en una red compleja formando deltas y marismas.
Técnicamente, después de la firma del armisticio, la zona DMZ sigue estando en guerra vigilada por dos millones de soldados y, paradójicamente, se ha convertido en un paraíso. Se calcula que 20.000 especies de aves migratorias acuden allí a refugiarse; acuden osos y leopardos amur (prácticamente desaparecidos) e incluso se piensa que existen tigres tibetanos, oficialmente extinguidos en Corea. Lo irónico del caso es que si los dos países firmasen la paz, se abriría la puerta a la agricultura y al asentamiento por parte de los coreanos, lo que significaría el fin de este curioso Shangri-La. Aunque es una franja privilegiada, la presión humana a ambos lados sigue al acecho. En un mundo sin personas, de acuerdo con Wilson, depredadores como el leopardo amur y el propio tigre tibetano conocerían una libertad que no sería posible de otra forma, expandiéndose a otros lugares desde este paraíso-prisión llamado DMZ.
Los caballos, de acuerdo con Weismann, sí podrían sobrevivir. Proceden de América del Norte y se extendieron posteriormente a Europa y Asia. La llegada del hombre al continente americano supuso su extinción en estas tierras, pero sus homólogos fueron domesticados posteriormente por los europeos. El caballo fue reintroducido en América con la llegada de los primeros colonizadores españoles. Lo que se ha observado es que, a pesar de su domesticación, estos animales pueden adaptarse fácilmente a la vida salvaje (en Asia ya existen en estado silvestre). Un destino parecido podrían seguir los burros. Los perros, sin embargo, encontrarían una fuerte competición en este mundo pos-humano por parte de los coyotes y los lobos, y aunque no hay que descartar futuros híbridos y cruzamientos, su futuro es incierto. Los gatos, sin embargo, no han sido domesticados completamente. “Incluso con el estómago lleno, comienzan a cazar de inmediato”. Su instinto les permitiría convertirse en formidables competidores de zorrillos y otros pequeños carnívoros.
Entre los perdedores, dos sorpresas: las cucarachas y las ratas. Para las primeras, el clima es un elemento que puede decantar la balanza hacia un lado o hacia otro. Si usted vivía en una ciudad de un clima relativamente frío, como Nueva York, Londres o Estocolmo, los edificios, sin electricidad ni calefacción, dejarán inermes a las cucarachas, que serán pasto fácil para otros depredadores. En otras ciudades de clima más cálido y tropical, la historia podría reescribirse de forma completamente distinta. En cuanto a las ratas, las que infectan las ciudades norteamericanas, las ratas noruegas, vinieron transportadas por los colonos, y prácticamente viven de las sobras que la sociedad humana les deja. En un mundo donde la basura terminará por desaparecer, las ratas podrían ser pasto fácil de aves rapaces, lobos y coyotes. “Pueden esconderse en las alcantarillas, pero si no hay seres humanos no habrá comida y tendrán que subir a la superficie”, dice Weismann. En cuanto a las ratas de campo, se ha comprobado que actualmente compiten con bastante éxito contra sus homólogas urbanas. Sin personas, es probable que encuentren su propio camino.
En un mundo a merced de las tormentas, las inundaciones, los incendios, ¿que sucedería con el clima y los océanos? Al igual que la zona DMZ, en el mar todavía existen Shangri-Las. Uno de ellos es el arrecife Kingman, un paraíso coralino ubicado a 1.600 kilómetros al suroeste de Oahu, en el Pacífico. Allí no vive gente, y de acuerdo con el oceanógrafo Jeremy Jackson, del Instituto Scripps de Investigación Oceanográfica, en una zambullida uno puede ver “hasta veinte o treinta tiburones grises”, acompañados de otros peces de gran tamaño. En la isla de Palmira, que tiene una población que no llega a veinte personas, es difícil percibir el fondo debido a la abundancia de animales. Sin embargo, en otros lugares cercanos, como el atolón de Kiribati -con una población de 5.000 personas-, el pobre aspecto de los corales rodeados de peces minúsculos da una idea del impacto humano y sus consecuencias. El océano del futuro, describe Jackson, es un lugar de aguas pobres en oxígeno, ricas en bacterias y medusas por culpa de los fertilizantes que ahora recibe. Sin seres humanos, los mares dejarían de ser las cloacas del mundo. La mayoría de los grandes depredadores marinos -ahora en declive- se “recuperarían”. Volveríamos a los mares de los tiempos de Colón, cuyas tripulaciones se encontraban a menudo con diez tipos de bestias marinas más grandes que sus carabelas. En el Caribe es posible que usted pudiera orientar su embarcación “por culpa de los sonidos de las tortugas verdes al nadar”, tal como describía el pirata francés Alexandre Olivier Exquemelin a finales del siglo XVII. O, si se tratara del Pacífico, es muy posible que “hordas de voraces tiburones mordieran los remos” de su bote en las aguas de la isla de Navidad, en Kiribati, según el testimonio escrito en 1777 por James Trevenen, el oficial a bordo del barco del Capitán Cook.
El binomio Homo sapiens-océanos tiene mucho que ver con el clima y el calentamiento global. Con las chimeneas apagadas y los coches detenidos, sería como reescribir un nuevo Protocolo de Kioto en su versión más radical: nada de gases de invernadero, emisiones cero. ¿Cuánto tiempo se precisaría para que las concentraciones de dióxido de carbono retornaran a las de la época preindustrial? El mar es el mayor sumidero de este gas, junto con las plantas. Las aguas que están en la superficie son las que absorben CO2, aunque tienen un límite -se van haciendo más ácidas- mientras que se intercambian con las aguas del fondo cada mil años, según los expertos. El mar “tardaría unos mil años en absorber el 80% de todo el exceso de carbono que hemos echado a la atmósfera durante la época industrial”, indica Weismann.
Recuperar íntegramente la atmósfera que respirábamos antes de empezar a quemar carbón -o, en otras palabras, absorber el 20% restante- llevaría unos 300.000 años. No son noticias alentadoras ante un mundo que se replantea en la actualidad cómo luchar contra el calentamiento global frenando en lo posible las emisiones de gases de invernadero.
En este ejercicio de ecología-ficción, usted es testigo de un mundo sin humanos desde su desaparición hasta este momento. ¿Que ocurriría tras millones de años? ¿Encontraría quizá a otro ser inteligente que ocuparía el lugar del hombre? Por su propia naturaleza, la evolución biológica resulta impredecible; al contrario que Hollywood, cuya versión de la evolución rebobinada al revés produce los monos parlantes de El planeta de los simios.
Hoy existen unos 6.600 millones de primates bípedos (el Homo sapiens), un número astronómico respecto a nuestros primos más cercanos, los chimpancés. A principios del siglo XX se estimaba una población en África que rondaba los dos millones de individuos. En la actualidad podrían quedar unos 150.000. Los gorilas no corren mejor suerte (la especie de llanura estaría representada por unos 94.000 individuos, en declive por culpa del Ébola y el furtivismo, y el de montaña no sobrepasaría los 700). Si la presión de miles de millones de seres humanos se evaporase, ¿cómo afectaría a la población de grandes monos? De acuerdo con Weismann, los babuinos podrían tener su buena oportunidad. Según Michael Wilson, director del Centro de Investigación de Campo en Gombe (Tanzania) y reputado primatólogo, estos primates se han adaptado perfectamente al hábitat boscoso como la sabana. Podrían ser los primeros en prosperar, mientras que los chimpancés (perfectos matadores con un éxito en sus cacerías boscosas de hasta un 80%) les seguirían, con el presumible avance de los bosques.
Un planeta Tierra sin seres humanos deja un hálito de cierta nostalgia y tristeza, y no es algo ni mucho menos deseable, concluye Weismann. Al fin y al cabo, el hombre es una parte integral de la naturaleza.
Hay una conclusión inesperada, y es el resurgimiento -y un profundo respeto- de lo que Weismann califica como “los héroes que mantienen nuestra civilización”; una larga lista de operarios, técnicos de mantenimiento de edificios, barrenderos, trabajadores que recogen la basura y que limpian calles, puentes, cristales, y que impiden que el agua penetre en los tejados. En definitiva, personas cuyos empleos no están bien pagados, cuyos trabajos están considerados injustamente como “de perfil bajo”. “Durante mi investigación no necesité hablar con ningún político. En realidad, no nos hacen falta; sin políticos seguiríamos haciendo arte, comercio… Pero sin las personas que mantienen los pavimentos, puentes, túneles de metro… ocurriría un desastre. No tendríamos civilización“.
Fuente: El País de España
-Documental "La tierra sin humanos" (1/9) (2/9) (3/9) (4/9) (5/9) (6/9) (7/9) (8/9) (9/9)
-El mismo documental en inglés subtitulado
-El mismo documental en inglés
-Entrevista a Alan Weisman (1/4) (2/4) (3/4) (4/4)
-Un caso real
Imagine por un momento que un día se despierta y descubre que es el único habitante de la Tierra. De la noche a la mañana, la totalidad de la humanidad se ha evaporado por arte de magia. Si vive en una ciudad, descubrirá que las calles están vacías, los automóviles detenidos, aunque los ciclos de los semáforos prosigan. Las chimeneas de algunas fábricas en las afueras siguen echando humo, pero ya no hay nadie en su interior. Las luces de emergencia nocturnas siguen vigentes en los edificios de las grandes compañías, hospitales, grandes almacenes? y los paneles luminosos de los anuncios comerciales se encienden y apagan como si nada. Se siente alarmado, presa de una mezcla indefinible de soledad y cosas que funcionan solas. Enciende los interruptores de su casa. Aún hay luz. La nevera funciona. Pero la radio escupe un siseo, sin voces ni música, y lo mismo sucede con la televisión: una carta de ajuste, o simple nieve electrostática.
Y se pregunta: ¿qué va a ocurrir? ¿Persistirá el suministro eléctrico? ¿Hasta cuándo? Intuye que no va a tener problemas en alimentarse; bastará romper las cerraduras de cualquier comercio. ¿Y qué va a suceder dentro de un año?, ¿y de diez? O quizá, en su imaginación, pueda transportarse al futuro, un siglo hacia adelante, o pongamos diez siglos, cientos de miles de años, millones de años. ¿Cómo cambiará el mundo, las ciudades, los animales y el clima? ¿Podría la naturaleza curarse del indudable daño cometido por el hombre? Sin duda, se trata de un experimento de la ecología imposible de realizar. Para encontrar una respuesta, Alan Weismann, profesor de periodismo científico de la Universidad de Arizona y reputado escritor de ensayos científicos en revistas como Discover o The New York Times, decidió consultar con decenas de expertos en ecología, biología de la extinción e ingenieros, y agrupar todas las respuestas en un libro que acaba de ver la luz en Estados Unidos, The world without us (El mundo sin nosotros. Editorial Debate).
Llegará un momento en que los interruptores de la luz no funcionen. La mayoría de las centrales eléctricas tienen sistemas de seguridad que cortan el funcionamiento si detectan que no existe mantenimiento por parte de los seres humanos. Las térmicas que queman carbón o petróleo para producir electricidad serían las primeras en pararse. En cuanto a las centrales hidroeléctricas, una tormenta puede jugar una mala pasada en cualquier momento; las ramas y desperdicios que recibe una presa podrían obstaculizar la salida de agua y la producción eléctrica. Weismann describe el caso de la ciudad de Panamá, donde “los seres humanos controlan la fuerza del caudal del río Chagres para ver cuándo tienen que abrir las esclusas y dejar pasar el agua”. Sin ese control, la electricidad no tardaría en esfumarse. Cuestión de pocos días.
Si usted viviera en una ciudad alimentada por una central nuclear, es posible que consiguiera un poco de tiempo extra de energía, aunque el precio le saldría caro. Sin mantenimiento, una nuclear corta el suministro de electricidad, aunque lo último en dejar de funcionar dentro de su sistema nervioso sería el circuito de agua que refrigera el reactor. La central de Palo Verde, en EE UU, es una de las más modernas, y dispone de generadores diésel capaces de mantener vivo este circuito durante siete días. Después, sin agua que lo enfríe, el reactor se fundiría. Las 441 plantas nucleares que existen en el mundo entrarían, una a una, en piloto automático, y se quemarían, liberando su contenido radiactivo a la atmósfera. Y sólo han transcurrido diez días desde que empezó la pesadilla: ahora, el mundo que antes conocía está a oscuras. Y su aire es mucho más radiactivo.
Con el tiempo, los edificios y las estructuras urbanas tampoco permanecerían impasibles. El gran enemigo, dice Weismann, es el agua. En el caso de la isla de Manhattan, muy rica en fuentes y acuíferos subterráneos, los ingenieros tienen constantemente que bombear agua para que no se inunden los túneles del metro, que quedarían anegados en un par de días. Algo parecido podría ocurrir con Londres, Washington y Nueva York. Aunque Weismann no ha estudiado el caso de Madrid, sin duda el hecho de tener un río como el Manzanares ofrece la posibilidad de que en el futuro se desborde. Con el tiempo, el agua deshace el hormigón. Incluso aunque esté infiltrado por barras de acero o hierro, el agua terminará por oxidarlas. Y un metal oxidado se expande, resquebrajando el hormigón que lo envuelve. No es necesario viajar al futuro para que ocurra. Incluso con mantenimiento e ingenieros, el agua ha ocasionado desastres en infraestructuras imponentes. A principios del pasado agosto, un puente de Mineápolis, en EE UU, se desplomó, con su entramado metálico retorcido, causando la muerte a siete personas. Ya se habían detectado signos de corrosión en la estructura del puente y pérdidas de hormigón, según Weismann.
Transcurrido un año, la ciudad en la que usted vive ya ofrece un aspecto distinto. El pavimento de las calles se ha agrietado, consecuencia del agua infiltrada que en invierno se congela, y se expande cuando vengan tiempos más calurosos (todo el mundo sabe que no se puede meter una botella de agua en el congelador). En esas grietas comienzan a brotar plantas y musgos, y tras unos cuantos años, árboles. ¿De dónde han salido? Las semillas que proceden de árboles como el ailanto un árbol ornamental de crecimiento rápido, bastante común en una ciudad como Nueva York o Madrid no han sido barridas ni retiradas de las calles. Este invasor procedente de China lanza sus raíces a más de cien metros de profundidad, y es capaz de superar con facilidad los veinte metros de altura. El ailanto y otras especies arbóreas se expandirán sin necesidad de jardineros. En la capital española, de acuerdo con Ginés López González, experto del Real Jardín Botánico de Madrid, la falta de riego pondría difícil las cosas a algunos árboles y abriría el camino a otros, como el olmo siberiano, “capaz de nacer entre las grietas de los adoquines y en los muros”.
En cuanto a las casas, el proceso destructivo empieza en los techos, que conectan una pared vertical con otra, y que son los puntos más débiles. En esas uniones golpeará el agua. Las goteras inevitables. “Cualquier persona que se ocupe del mantenimiento de edificios lo sabe”, explica Weismann. En una o dos décadas, la estabilidad de muchos techos estará comprometida. Y acabarán por derrumbarse en 50, puede que en 80 años. Aunque en España muchas cubiertas están hechas con tejas de cerámica, muy resistentes, lo cierto es que las goteras y la gravedad terminarán el trabajo. La mayoría de las casas que antes cobijaban a seres humanos se abrirán a la intemperie para su colonización. En cien años quizá.
Y los edificios más grandes, como los grandes museos, puede que duren un poco más, quizá dos siglos, aunque inevitablemente el agua y la humedad aumentarán en su interior especialmente en los niveles más subterráneos hasta el punto de arruinar la mayoría de las obras de arte, en lo que Weismann califica como “un criadero de insectos”. La humedad y las materias orgánicas son un caldo perfecto para la explosión de las bacterias; pinturas y frescos arruinados, obras de arte, libros, películas sin las personas que se encargan de su cuidado, la inmensa mayoría del arte humano desaparecerá. No es lo mismo preservar las obras del pasado, por muy deterioradas que estén, que dejarlas a la intemperie. Si exceptuamos las cerámicas. Son extraordinariamente resistentes al paso del tiempo. El barro quedaría casi como el único elemento para que el arte sobreviva al tiempo.
La arqueología de las ruinas mayas puede ofrecernos una pista del aspecto que tendrían Madrid o Nueva York con el paso de los siglos; aunque el material del que estaban hechas -piedra natural en la mayoría de los casos- es mucho más resistente que el hormigón o el acero de las casas del siglo XXI. Aún no están claras las causas del desplome de la civilización maya, ocurrido entre los años 800 y 900 antes de Cristo. La selva tropical tardó diez siglos en engullir sus estructuras, pirámides y edificios. Así que es muy posible que ésa sea la visión que ofrezcan nuestras ciudades un milenio después del abandono; edificios resquebrajados, llenos de humedad, plantas, musgos y toda suerte de curiosos moradores, especialmente los insectos.
No tendría que esperar tanto para ver cómo se derrumban algunas de las grandes obras arquitectónicas que suponen un orgullo para los ingenieros; los cálculos indican que la mayoría de los puentes colgantes de EE UU se desplomarían transcurridos apenas 300 años. Si usted pudiera dar un paseo por su ciudad, encontraría árboles creciendo dentro de casas derrumbadas, con nidos en sus copas; los lobos y coyotes patrullarían los barrios urbanos derruidos en busca de presas. Y el cielo estaría dominado por halcones y águilas.
Le asalta una pregunta: ¿qué materiales hechos por humanos podrían aguantar prácticamente intactos? Plásticos y PVC, “hasta que aparezcan microbios capaces de digerirlos”, responde Weismann. Y el bronce, una aleación de metales muy resistente. En esta lista habría que añadir el vidrio convencional -los hallazgos arqueológicos indican que ya se fabricaba a orillas del Nilo hacia el año 1250 antes de Cristo- y su homólogo más sintético, la fibra de vidrio, “un material prácticamente indestructible al estar hecho de arena”.
Algunas de estas sustancias perdurables con la marca humana impresa en ella no van a gustarle. Los elementos radiactivos de los misiles nucleares se liberarían a la atmósfera por culpa de la corrosión acelerada, aunque eso no sucedería hasta transcurridos 5.000 años, pero permanecerían allí mucho más tiempo… Al igual que los contaminantes y los isótopos de las centrales nucleares. El plomo exhalado por el tubo de escape de los coches y depositado en el suelo tardaría unos 35.000 años en disiparse.
Desaparecido el ser humano, ¿tenemos que presumir que el resto de los animales saldría beneficiado? Si se ha catalogado al hombre como el mayor destructor de especies -una peste planetaria para los ecologistas más extremistas-, su extinción definitiva dejaría un mundo de ganadores y perdedores. En opinión de Edward O. Wilson, biólogo de la Universidad de Harvard, los animales domésticos serían los primeros en perder la batalla, una vez evaporados sus protectores humanos. Y desde luego, los cultivos y plantas traídos por la mano humana serían “barridos de la Tierra en uno o dos siglos”, según comentó Wilson a Discover.
Las primeras víctimas nos resultan muy familiares: vacas, toros, bueyes, cerdos, gallinas, cabras, ovejas… Una regresión del ganado doméstico a sus antecesores silvestres parece bastante improbable. El auroch, un toro prehistórico, fue la última forma salvaje, y se extinguió en 1627. Hoy, sus descendientes domesticados apenas tienen capacidad de defensa “Los hemos convertido en máquinas de digerir”, dice Weismann; máquinas que necesitan de la protección de los pastores, las cercas, los vaqueros… Sin humanos, a los carnívoros de todo el mundo les espera un gran festín, como si antes de despedirse les hubiéramos regalado una cantidad inconcebible de filetes gratis.
No existen prácticamente lugares en la Tierra privados de la presencia humana, salvo algunas partes de la Antártida y las cimas de los tepuyes venezolanos. Se trata de montañas que se yerguen en la sabana y en la selva, formaciones de arenisca de 3.600 millones de años que a veces alcanzan más de 2.000 metros de altura, en cuyas cimas presumiblemente han vivido plantas y animales evolucionando de forma aislada. Los tepuyes son un caso excepcional, y algunos nunca han sido hollados por el hombre. Sin embargo, no buscamos una naturaleza primigenia; el experimento consiste en observar si un ecosistema que contuvo seres humanos puede retornar a ser lo que fue.
Uno de ellos es una franja desmilitarizada de terreno de 250 kilómetros de largo por cuatro kilómetros de ancho, que separa las dos Coreas. Fue instaurada en 1953 después de la guerra, y durante más de medio siglo ha permanecido libre de influencia humana, quedando prohibidas las incursiones por ambos ejércitos. Desde el espacio, la zona (conocida en sus siglas inglesas como DMZ) ofrece una visión imponente; al este, el terreno montañoso está forrado de una densa jungla, mientras que en la parte más occidental, los ríos se retuercen en una red compleja formando deltas y marismas.
Técnicamente, después de la firma del armisticio, la zona DMZ sigue estando en guerra vigilada por dos millones de soldados y, paradójicamente, se ha convertido en un paraíso. Se calcula que 20.000 especies de aves migratorias acuden allí a refugiarse; acuden osos y leopardos amur (prácticamente desaparecidos) e incluso se piensa que existen tigres tibetanos, oficialmente extinguidos en Corea. Lo irónico del caso es que si los dos países firmasen la paz, se abriría la puerta a la agricultura y al asentamiento por parte de los coreanos, lo que significaría el fin de este curioso Shangri-La. Aunque es una franja privilegiada, la presión humana a ambos lados sigue al acecho. En un mundo sin personas, de acuerdo con Wilson, depredadores como el leopardo amur y el propio tigre tibetano conocerían una libertad que no sería posible de otra forma, expandiéndose a otros lugares desde este paraíso-prisión llamado DMZ.
Los caballos, de acuerdo con Weismann, sí podrían sobrevivir. Proceden de América del Norte y se extendieron posteriormente a Europa y Asia. La llegada del hombre al continente americano supuso su extinción en estas tierras, pero sus homólogos fueron domesticados posteriormente por los europeos. El caballo fue reintroducido en América con la llegada de los primeros colonizadores españoles. Lo que se ha observado es que, a pesar de su domesticación, estos animales pueden adaptarse fácilmente a la vida salvaje (en Asia ya existen en estado silvestre). Un destino parecido podrían seguir los burros. Los perros, sin embargo, encontrarían una fuerte competición en este mundo pos-humano por parte de los coyotes y los lobos, y aunque no hay que descartar futuros híbridos y cruzamientos, su futuro es incierto. Los gatos, sin embargo, no han sido domesticados completamente. “Incluso con el estómago lleno, comienzan a cazar de inmediato”. Su instinto les permitiría convertirse en formidables competidores de zorrillos y otros pequeños carnívoros.
Entre los perdedores, dos sorpresas: las cucarachas y las ratas. Para las primeras, el clima es un elemento que puede decantar la balanza hacia un lado o hacia otro. Si usted vivía en una ciudad de un clima relativamente frío, como Nueva York, Londres o Estocolmo, los edificios, sin electricidad ni calefacción, dejarán inermes a las cucarachas, que serán pasto fácil para otros depredadores. En otras ciudades de clima más cálido y tropical, la historia podría reescribirse de forma completamente distinta. En cuanto a las ratas, las que infectan las ciudades norteamericanas, las ratas noruegas, vinieron transportadas por los colonos, y prácticamente viven de las sobras que la sociedad humana les deja. En un mundo donde la basura terminará por desaparecer, las ratas podrían ser pasto fácil de aves rapaces, lobos y coyotes. “Pueden esconderse en las alcantarillas, pero si no hay seres humanos no habrá comida y tendrán que subir a la superficie”, dice Weismann. En cuanto a las ratas de campo, se ha comprobado que actualmente compiten con bastante éxito contra sus homólogas urbanas. Sin personas, es probable que encuentren su propio camino.
En un mundo a merced de las tormentas, las inundaciones, los incendios, ¿que sucedería con el clima y los océanos? Al igual que la zona DMZ, en el mar todavía existen Shangri-Las. Uno de ellos es el arrecife Kingman, un paraíso coralino ubicado a 1.600 kilómetros al suroeste de Oahu, en el Pacífico. Allí no vive gente, y de acuerdo con el oceanógrafo Jeremy Jackson, del Instituto Scripps de Investigación Oceanográfica, en una zambullida uno puede ver “hasta veinte o treinta tiburones grises”, acompañados de otros peces de gran tamaño. En la isla de Palmira, que tiene una población que no llega a veinte personas, es difícil percibir el fondo debido a la abundancia de animales. Sin embargo, en otros lugares cercanos, como el atolón de Kiribati -con una población de 5.000 personas-, el pobre aspecto de los corales rodeados de peces minúsculos da una idea del impacto humano y sus consecuencias. El océano del futuro, describe Jackson, es un lugar de aguas pobres en oxígeno, ricas en bacterias y medusas por culpa de los fertilizantes que ahora recibe. Sin seres humanos, los mares dejarían de ser las cloacas del mundo. La mayoría de los grandes depredadores marinos -ahora en declive- se “recuperarían”. Volveríamos a los mares de los tiempos de Colón, cuyas tripulaciones se encontraban a menudo con diez tipos de bestias marinas más grandes que sus carabelas. En el Caribe es posible que usted pudiera orientar su embarcación “por culpa de los sonidos de las tortugas verdes al nadar”, tal como describía el pirata francés Alexandre Olivier Exquemelin a finales del siglo XVII. O, si se tratara del Pacífico, es muy posible que “hordas de voraces tiburones mordieran los remos” de su bote en las aguas de la isla de Navidad, en Kiribati, según el testimonio escrito en 1777 por James Trevenen, el oficial a bordo del barco del Capitán Cook.
El binomio Homo sapiens-océanos tiene mucho que ver con el clima y el calentamiento global. Con las chimeneas apagadas y los coches detenidos, sería como reescribir un nuevo Protocolo de Kioto en su versión más radical: nada de gases de invernadero, emisiones cero. ¿Cuánto tiempo se precisaría para que las concentraciones de dióxido de carbono retornaran a las de la época preindustrial? El mar es el mayor sumidero de este gas, junto con las plantas. Las aguas que están en la superficie son las que absorben CO2, aunque tienen un límite -se van haciendo más ácidas- mientras que se intercambian con las aguas del fondo cada mil años, según los expertos. El mar “tardaría unos mil años en absorber el 80% de todo el exceso de carbono que hemos echado a la atmósfera durante la época industrial”, indica Weismann.
Recuperar íntegramente la atmósfera que respirábamos antes de empezar a quemar carbón -o, en otras palabras, absorber el 20% restante- llevaría unos 300.000 años. No son noticias alentadoras ante un mundo que se replantea en la actualidad cómo luchar contra el calentamiento global frenando en lo posible las emisiones de gases de invernadero.
En este ejercicio de ecología-ficción, usted es testigo de un mundo sin humanos desde su desaparición hasta este momento. ¿Que ocurriría tras millones de años? ¿Encontraría quizá a otro ser inteligente que ocuparía el lugar del hombre? Por su propia naturaleza, la evolución biológica resulta impredecible; al contrario que Hollywood, cuya versión de la evolución rebobinada al revés produce los monos parlantes de El planeta de los simios.
Hoy existen unos 6.600 millones de primates bípedos (el Homo sapiens), un número astronómico respecto a nuestros primos más cercanos, los chimpancés. A principios del siglo XX se estimaba una población en África que rondaba los dos millones de individuos. En la actualidad podrían quedar unos 150.000. Los gorilas no corren mejor suerte (la especie de llanura estaría representada por unos 94.000 individuos, en declive por culpa del Ébola y el furtivismo, y el de montaña no sobrepasaría los 700). Si la presión de miles de millones de seres humanos se evaporase, ¿cómo afectaría a la población de grandes monos? De acuerdo con Weismann, los babuinos podrían tener su buena oportunidad. Según Michael Wilson, director del Centro de Investigación de Campo en Gombe (Tanzania) y reputado primatólogo, estos primates se han adaptado perfectamente al hábitat boscoso como la sabana. Podrían ser los primeros en prosperar, mientras que los chimpancés (perfectos matadores con un éxito en sus cacerías boscosas de hasta un 80%) les seguirían, con el presumible avance de los bosques.
Un planeta Tierra sin seres humanos deja un hálito de cierta nostalgia y tristeza, y no es algo ni mucho menos deseable, concluye Weismann. Al fin y al cabo, el hombre es una parte integral de la naturaleza.
Hay una conclusión inesperada, y es el resurgimiento -y un profundo respeto- de lo que Weismann califica como “los héroes que mantienen nuestra civilización”; una larga lista de operarios, técnicos de mantenimiento de edificios, barrenderos, trabajadores que recogen la basura y que limpian calles, puentes, cristales, y que impiden que el agua penetre en los tejados. En definitiva, personas cuyos empleos no están bien pagados, cuyos trabajos están considerados injustamente como “de perfil bajo”. “Durante mi investigación no necesité hablar con ningún político. En realidad, no nos hacen falta; sin políticos seguiríamos haciendo arte, comercio… Pero sin las personas que mantienen los pavimentos, puentes, túneles de metro… ocurriría un desastre. No tendríamos civilización“.
Fuente: El País de España
-Documental "La tierra sin humanos" (1/9) (2/9) (3/9) (4/9) (5/9) (6/9) (7/9) (8/9) (9/9)
-El mismo documental en inglés subtitulado
-El mismo documental en inglés
-Entrevista a Alan Weisman (1/4) (2/4) (3/4) (4/4)
-Un caso real
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