Acabó la guerra matando a 242 alemanes en Stalingrado.
Los periódicos rusos hicieron desde entonces famoso el nombre de Vasili Zaitsev. En el plazo de diez días mató a cerca de cincuenta alemanes y los corresponsales escribieron con maligno placer acerca de su sorprendente habilidad para abatir a sus enemigos con una sola bala. Se trataba de una técnica que había aprendido mientras cazaba el ciervo en los bosques que rodeaban a Elininski, su hogar en la ladera de los montes Urales. Pastor durante los veranos, a la edad de quince años acudió a la escuela técnica de Magni-togorsk. Después, sirvió como tenedor de libros en la Escuadra soviética del Lejano Oriente. El 20 de septiembre de 1942, Zaitsev, con su ancha cara, llegó a Stalingrado con la 284 División. Ahora era un héroe nacional y, como su nombre se esparció a través de la tierra de nadie, los alemanes tomaron un excesivo interés por él. Llamaron a Berlín para que viniese un tal comandante Konings para que lo matase.
Desconocedor del plan alemán, Zaitzev continuó su guerra de un solo hombre y empezó a enseñar a otros treinta rusos su especialidad. La rubia Tania Chernova era uno de sus alumnos. Y los dos se convirtieron en amantes. A Tania le gustaba su nueva vida. Impávida tras su experiencia en el Volga y en las cloacas, se transformó en un soldado profesional, vivió en pozos de tirador, bebía vodka y comía con una cuchara que se guardaba en la bota. Dormía acurrucada al lado de hombres extraños y se bañaba en pozales de agua. También aprendió a buscar protección en el frente de trincheras, a seguir al enemigo a través de la mira telescópica y, lo más importante, a esperar durante horas antes de disparar un solo tiro mortal.
Más allá del sur, cerca de la fábrica Octubre Rojo, El Francotirador Vasili Zaitzev acechaba las líneas"del frente. Ahora ya había matado casi a cien alemanes y le habían condecorado con la orden de Lenin. Su fama se había extendido por toda la Unión Soviética.
Además, sus alumnos habían amasado un número formidable de víctimas. Hombres como Víctor Medvedev y Anatoli Chéjov consiguieron que los alemanes temiesen asomar la cabeza durante el día. Y el tirador apostado en que se había convertido Tania Chernova, disparaba ahora el fusil con una precisión infalible. Con su puntería había matado a unos cuarenta alemanes y seguía refiriéndose a sus víctimas como «bastones». Pero Tania aún tenía mucho que aprender.
Desde el último piso de un edificio, solía contemplar detrás de montones de ladrillos el ir y venir del enemigo. Muchos otros aprendices de francotiradores la acompañaban mientras ella observaba durante horas, siguiendo la pista a los alemanes que se escabullían por aquí y por allá entre las trincheras. Tania y su pelotón los apuntaban con las miras telescópicas centradas en sus cabezas y corazones. Pero ninguno disparaba, ya que Zaitzev les había dicho que esperasen a obtener su aprobación antes de revelar sus posiciones.
A Tania la orden la sacaba de quicio. Disgustada por haber perdido de esa forma muchos «bastones», se encontraba inquieta junto a la ventana echando maldiciones por el retraso. Cuando una columna de infantes alemanes salió de repente al descubierto, chilló: «¡Fuego!» y la habitación llameó con los disparos. Tania asestó un tiro tras otro en los uniformes verdegrises y contó hasta diecisiete hombres muertos tendidos en el pavimento. Exultante, se acomodó
en una silla e intercambió felicitaciones con sus amigos. Pero no tuvo en cuenta a algunos alemanes, que se arrastraron hasta sus líneas con las coordenadas exactas del escondite de Tania. Al cabo de unos minutos, una sucesión de cañonazos aplastó el edificio donde se encontraban los rusos. Tania abandonó a los muertos y corrió a decir a Zaitzev lo que había ocurrido.
Cuando oyó el enloquecido relato de la muchacha, Zaitzev la abofeteó con toda su fuerza, censurándola por su estupidez. Le dijo que sólo ella era la responsable de las muertes de sus amigos. Afligida por su culpabilidad y espantada ante la ira de Zaitzev, Tania lloró durante horas.
En medio de los preparativos de ambos Ejércitos para la lucha final, en la tierra de nadie llegaba a su ápice un siniestro combate personal. Los dos adversarios se conocían sólo por su reputación. El comandante Konings había llegado de Alemania para su duelo con Zaitzev.
Los rusos se enteraron por primera vez de la presencia de Konings cuando un prisionero reveló que el comandante estaba recorriendo las trincheras del frente, familiarizándose con el terreno. Tras oír la noticia, el coronel Nikolái Batiuk, el comandante de la 248 División, tuvo una reunión informativa con su grupo de francotiradores para comunicarles el peligro.
—Creo que el superfrancotirador que ha venido de Berlín será para vosotros un bocado fácil. ¿No es verdad, Zaitzev?
—Sí, camarada coronel —asintió Zaitzev—. Pero primero habrá que encontrarlo, estudiar sus costumbres y métodos y... esperar el momento oportuno para un tiro certero, sólo uno.
Zaitzev no tenía idea de por dónde operaba su antagonista. Había matado a muchos tiradores alemanes de primera, pero sólo tras haber observado durante días sus hábitos. En el caso de Konings, su camuflaje, pautas de tiro, artimañas, todo ello constituían piezas aún perdidas de un rompecabezas.
Por otra parte, el servicio secreto alemán había estudiado los opúsculos que describían las técnicas soviéticas de los francotiradores y la forma de actuar de Zaitzev habían sido muy difundidas por los propagandistas rusos. El comandante Konings debía de haberse enterado a fondo de esa información. Zaitzev, en cambio, no tenía la menor idea de cuándo actuaría el otro.
Durante varios días, los tiradores rusos buscaron entre las ruinas de Stalingrado con ayuda de sus gemelos de campaña. Fueron a ver a Zaitzev y le expusieron las estrategias más recientes y modernas, pero el ceñudo siberiano rechazó sus consejos. Debía aguardar hasta que Konings hiciese su primer movimiento.
Durante este período no ocurrió nada fuera de lo corriente. Luego, en rápida sucesión, dos francotiradores soviéticos cayeron víctimas de sendos tiros de fusil. Para Zaitzev era evidente que el comandante Konings había señalado el comienzo de su duelo personal. Entonces, el ruso se dirigió a echar una ojeada a su rival.
Se arrastró hasta el límite de la tierra de nadie entre la colina Mámaiev y la fábrica Octubre Rojo y exploró el campo elegido para el combate. Estudió las trincheras enemigas a través de los prismáticos y vio que nada había cambiado: el terreno era el familiar, con trincheras y bunkers según los mismos moldes que ya había memo-rizado durante las pasadas semanas.
Durante toda la tarde, Zaitzev y un amigo, Nikolái Kulikov, permanecieron a cubierto, dirigiendo los gemelos de un lado a otro, sin parar, en busca de una pista. En medio del constante bombardeo diario, se olvidaban de la guerra y sólo perseguían a un hombre.
Cuando el sol empezó a ponerse, vio cómo se movía de un modo irregular un casco a lo largo de la trinchera alemana. Zaitzev pensó en disparar, pero su instinto le avisó que debía tratarse de una trampa, ya que Konings debería tener afuera un compañero para atraparle a él. Exasperado, Kulikov se preguntó:
—¿Dónde puede estar escondido?
Pero Konings no ofreció el menor indicio de su propia posición. Al sobrevenir la oscuridad, los dos rusos retrocedieron hasta su propio bunker, donde charlaron un largo rato acerca de la estrategia del alemán.
Antes del alba, los francotiradores se dirigieron a sus propios hoyos en la linde de la tierra de nadie y estudiaron de nuevo el campo de batalla. Konings siguió silencioso. Maravillado de la paciencia del alemán, Zaitzev empezó a admirar la habilidad profesional de su adversario. Fascinado ante la intensidad de aquel drama, Kulikov habló con animación mientras el sol se elevaba hasta el cénit y empezaba a descender detrás de Mámaiev. En cuanto llegó de pronto otra noche, los combatientes regresaron a sus propias trincheras para poder dormir un poco.
A la tercera mañana, Zaitzev recibió una visita, un agitador político llamado Danilov, llegado de lejos para ser testigo del desafío. A las primeras luces, los cañones pesados empezaron su normal barrera artillera y, mientras los obuses silbaban por encima de sus cabezas, los rusos contemplaron el paisaje en busca de una presencia delatora.
De repente, Danilov se levantó gritando:
—Allí está. Se lo voy a señalar.
Konings disparó contra él y le alcanzó en el hombro. Después de que los camilleros se llevaron a Danilov al hospital, Vasili Zaitzev se quedó agazapado.
Cuando examinó con los prismáticos el campo de batalla, concentró su atención en el sector de enfrente. A la izquierda había un carro destruido; a la derecha, un nido de ametralladoras. Desdeñó el carro porque sabía que ningún francotirador con experiencia elegiría un objetivo tan expuesto. El nido de ametralladoras también se hallaba abandonado.
Zaitzev continuó moviendo los prismáticos. Los enfocó sobre una plancha de hierro y un montón de ladrillos que se encontraban entre el carro y el nido de ametralladoras. Siguió el movimiento de los gemelos y volvió luego a esa rara combinación. Durante minutos, Zaitzev se demoró sobre la plancha. Tratando de leer los pensamientos de Konings, decidió que el inocuo montón de ladrillos era un perfecto lugar para esconderse.
Para probar su teoría, Zaitzev colgó un guante del extremo de un trozo de madera y lo levantó despacio por encima del parapeto. Sonó un disparo de fusil y bajó a toda prisa el guante. La bala había hecho un agujero en la parte central del paño. Zaitzev estaba en lo cierto: Konings se encontraba bajo la chapa de hierro.
Su amigo Nikolái Kulikov estuvo de acuerdo:
—Allí está nuestra víbora —le susurró.
Los rusos retrocedieron a su trinchera para encontrar otra posición. Deseando colocar al tirador alemán enfrente de la mayor luz cegadora posible, siguieron la irregular línea de las trincheras hasta que encontraron un lugar en el cual tendrían a sus espaldas el sol de la tarde.
A la mañana siguiente se instalaron en su nueva guarida. A su izquierda, hacia el este, los transbordadores del Volga luchaban de nuevo contra el fuego de morteros enemigos. Al sudeste, la plancha de hierro bajo la que se ocultaba su adversario. Kulikov disparó un tiro a ciegas para despertar la curiosidad del alemán. Luego los rusos descansaron tranquilamente. Sabiendo que el sol podría hacer reflejos en sus miras telescópicas, esperaron con paciencia a que descendiera por detrás de ellos. A última hora de la tarde, rodeados ahora por la sombra, Konings se hallaba en desventaja. Zaitzev enfocó su mira telescópica hacia el lugar donde se escondía el alemán. De repente, brilló un alza telescópica en un extremo de la plancha. Zaitzev hizo una señal a Kulikov, el cual levantó despacio su casco por encima del parapeto. Konings disparó de nuevo y Kulikov cayó chillando de modo muy convincente. Sintiendo que había ganado, el alemán alzó la cabeza poco a poco para contemplar a su víctima. Vasili Zaitzev le alcanzó con un disparo entre los ojos. La cabeza de Konings cayó hacia atrás y el fusil se le deslizó de las manos. Hasta que el sol se puso, la mira telescópica brilló y centelleó. Al oscurecer, dejó de brillar.
Fuente: http://www.paginaplastico.com/
-Fragmento de la película "Enemigo a las Puertas"
-Un libro recomendadísimo sobre el tema
Los periódicos rusos hicieron desde entonces famoso el nombre de Vasili Zaitsev. En el plazo de diez días mató a cerca de cincuenta alemanes y los corresponsales escribieron con maligno placer acerca de su sorprendente habilidad para abatir a sus enemigos con una sola bala. Se trataba de una técnica que había aprendido mientras cazaba el ciervo en los bosques que rodeaban a Elininski, su hogar en la ladera de los montes Urales. Pastor durante los veranos, a la edad de quince años acudió a la escuela técnica de Magni-togorsk. Después, sirvió como tenedor de libros en la Escuadra soviética del Lejano Oriente. El 20 de septiembre de 1942, Zaitsev, con su ancha cara, llegó a Stalingrado con la 284 División. Ahora era un héroe nacional y, como su nombre se esparció a través de la tierra de nadie, los alemanes tomaron un excesivo interés por él. Llamaron a Berlín para que viniese un tal comandante Konings para que lo matase.
Desconocedor del plan alemán, Zaitzev continuó su guerra de un solo hombre y empezó a enseñar a otros treinta rusos su especialidad. La rubia Tania Chernova era uno de sus alumnos. Y los dos se convirtieron en amantes. A Tania le gustaba su nueva vida. Impávida tras su experiencia en el Volga y en las cloacas, se transformó en un soldado profesional, vivió en pozos de tirador, bebía vodka y comía con una cuchara que se guardaba en la bota. Dormía acurrucada al lado de hombres extraños y se bañaba en pozales de agua. También aprendió a buscar protección en el frente de trincheras, a seguir al enemigo a través de la mira telescópica y, lo más importante, a esperar durante horas antes de disparar un solo tiro mortal.
Más allá del sur, cerca de la fábrica Octubre Rojo, El Francotirador Vasili Zaitzev acechaba las líneas"del frente. Ahora ya había matado casi a cien alemanes y le habían condecorado con la orden de Lenin. Su fama se había extendido por toda la Unión Soviética.
Además, sus alumnos habían amasado un número formidable de víctimas. Hombres como Víctor Medvedev y Anatoli Chéjov consiguieron que los alemanes temiesen asomar la cabeza durante el día. Y el tirador apostado en que se había convertido Tania Chernova, disparaba ahora el fusil con una precisión infalible. Con su puntería había matado a unos cuarenta alemanes y seguía refiriéndose a sus víctimas como «bastones». Pero Tania aún tenía mucho que aprender.
Desde el último piso de un edificio, solía contemplar detrás de montones de ladrillos el ir y venir del enemigo. Muchos otros aprendices de francotiradores la acompañaban mientras ella observaba durante horas, siguiendo la pista a los alemanes que se escabullían por aquí y por allá entre las trincheras. Tania y su pelotón los apuntaban con las miras telescópicas centradas en sus cabezas y corazones. Pero ninguno disparaba, ya que Zaitzev les había dicho que esperasen a obtener su aprobación antes de revelar sus posiciones.
A Tania la orden la sacaba de quicio. Disgustada por haber perdido de esa forma muchos «bastones», se encontraba inquieta junto a la ventana echando maldiciones por el retraso. Cuando una columna de infantes alemanes salió de repente al descubierto, chilló: «¡Fuego!» y la habitación llameó con los disparos. Tania asestó un tiro tras otro en los uniformes verdegrises y contó hasta diecisiete hombres muertos tendidos en el pavimento. Exultante, se acomodó
en una silla e intercambió felicitaciones con sus amigos. Pero no tuvo en cuenta a algunos alemanes, que se arrastraron hasta sus líneas con las coordenadas exactas del escondite de Tania. Al cabo de unos minutos, una sucesión de cañonazos aplastó el edificio donde se encontraban los rusos. Tania abandonó a los muertos y corrió a decir a Zaitzev lo que había ocurrido.
Cuando oyó el enloquecido relato de la muchacha, Zaitzev la abofeteó con toda su fuerza, censurándola por su estupidez. Le dijo que sólo ella era la responsable de las muertes de sus amigos. Afligida por su culpabilidad y espantada ante la ira de Zaitzev, Tania lloró durante horas.
En medio de los preparativos de ambos Ejércitos para la lucha final, en la tierra de nadie llegaba a su ápice un siniestro combate personal. Los dos adversarios se conocían sólo por su reputación. El comandante Konings había llegado de Alemania para su duelo con Zaitzev.
Los rusos se enteraron por primera vez de la presencia de Konings cuando un prisionero reveló que el comandante estaba recorriendo las trincheras del frente, familiarizándose con el terreno. Tras oír la noticia, el coronel Nikolái Batiuk, el comandante de la 248 División, tuvo una reunión informativa con su grupo de francotiradores para comunicarles el peligro.
—Creo que el superfrancotirador que ha venido de Berlín será para vosotros un bocado fácil. ¿No es verdad, Zaitzev?
—Sí, camarada coronel —asintió Zaitzev—. Pero primero habrá que encontrarlo, estudiar sus costumbres y métodos y... esperar el momento oportuno para un tiro certero, sólo uno.
Zaitzev no tenía idea de por dónde operaba su antagonista. Había matado a muchos tiradores alemanes de primera, pero sólo tras haber observado durante días sus hábitos. En el caso de Konings, su camuflaje, pautas de tiro, artimañas, todo ello constituían piezas aún perdidas de un rompecabezas.
Por otra parte, el servicio secreto alemán había estudiado los opúsculos que describían las técnicas soviéticas de los francotiradores y la forma de actuar de Zaitzev habían sido muy difundidas por los propagandistas rusos. El comandante Konings debía de haberse enterado a fondo de esa información. Zaitzev, en cambio, no tenía la menor idea de cuándo actuaría el otro.
Durante varios días, los tiradores rusos buscaron entre las ruinas de Stalingrado con ayuda de sus gemelos de campaña. Fueron a ver a Zaitzev y le expusieron las estrategias más recientes y modernas, pero el ceñudo siberiano rechazó sus consejos. Debía aguardar hasta que Konings hiciese su primer movimiento.
Durante este período no ocurrió nada fuera de lo corriente. Luego, en rápida sucesión, dos francotiradores soviéticos cayeron víctimas de sendos tiros de fusil. Para Zaitzev era evidente que el comandante Konings había señalado el comienzo de su duelo personal. Entonces, el ruso se dirigió a echar una ojeada a su rival.
Se arrastró hasta el límite de la tierra de nadie entre la colina Mámaiev y la fábrica Octubre Rojo y exploró el campo elegido para el combate. Estudió las trincheras enemigas a través de los prismáticos y vio que nada había cambiado: el terreno era el familiar, con trincheras y bunkers según los mismos moldes que ya había memo-rizado durante las pasadas semanas.
Durante toda la tarde, Zaitzev y un amigo, Nikolái Kulikov, permanecieron a cubierto, dirigiendo los gemelos de un lado a otro, sin parar, en busca de una pista. En medio del constante bombardeo diario, se olvidaban de la guerra y sólo perseguían a un hombre.
Cuando el sol empezó a ponerse, vio cómo se movía de un modo irregular un casco a lo largo de la trinchera alemana. Zaitzev pensó en disparar, pero su instinto le avisó que debía tratarse de una trampa, ya que Konings debería tener afuera un compañero para atraparle a él. Exasperado, Kulikov se preguntó:
—¿Dónde puede estar escondido?
Pero Konings no ofreció el menor indicio de su propia posición. Al sobrevenir la oscuridad, los dos rusos retrocedieron hasta su propio bunker, donde charlaron un largo rato acerca de la estrategia del alemán.
Antes del alba, los francotiradores se dirigieron a sus propios hoyos en la linde de la tierra de nadie y estudiaron de nuevo el campo de batalla. Konings siguió silencioso. Maravillado de la paciencia del alemán, Zaitzev empezó a admirar la habilidad profesional de su adversario. Fascinado ante la intensidad de aquel drama, Kulikov habló con animación mientras el sol se elevaba hasta el cénit y empezaba a descender detrás de Mámaiev. En cuanto llegó de pronto otra noche, los combatientes regresaron a sus propias trincheras para poder dormir un poco.
A la tercera mañana, Zaitzev recibió una visita, un agitador político llamado Danilov, llegado de lejos para ser testigo del desafío. A las primeras luces, los cañones pesados empezaron su normal barrera artillera y, mientras los obuses silbaban por encima de sus cabezas, los rusos contemplaron el paisaje en busca de una presencia delatora.
De repente, Danilov se levantó gritando:
—Allí está. Se lo voy a señalar.
Konings disparó contra él y le alcanzó en el hombro. Después de que los camilleros se llevaron a Danilov al hospital, Vasili Zaitzev se quedó agazapado.
Cuando examinó con los prismáticos el campo de batalla, concentró su atención en el sector de enfrente. A la izquierda había un carro destruido; a la derecha, un nido de ametralladoras. Desdeñó el carro porque sabía que ningún francotirador con experiencia elegiría un objetivo tan expuesto. El nido de ametralladoras también se hallaba abandonado.
Zaitzev continuó moviendo los prismáticos. Los enfocó sobre una plancha de hierro y un montón de ladrillos que se encontraban entre el carro y el nido de ametralladoras. Siguió el movimiento de los gemelos y volvió luego a esa rara combinación. Durante minutos, Zaitzev se demoró sobre la plancha. Tratando de leer los pensamientos de Konings, decidió que el inocuo montón de ladrillos era un perfecto lugar para esconderse.
Para probar su teoría, Zaitzev colgó un guante del extremo de un trozo de madera y lo levantó despacio por encima del parapeto. Sonó un disparo de fusil y bajó a toda prisa el guante. La bala había hecho un agujero en la parte central del paño. Zaitzev estaba en lo cierto: Konings se encontraba bajo la chapa de hierro.
Su amigo Nikolái Kulikov estuvo de acuerdo:
—Allí está nuestra víbora —le susurró.
Los rusos retrocedieron a su trinchera para encontrar otra posición. Deseando colocar al tirador alemán enfrente de la mayor luz cegadora posible, siguieron la irregular línea de las trincheras hasta que encontraron un lugar en el cual tendrían a sus espaldas el sol de la tarde.
A la mañana siguiente se instalaron en su nueva guarida. A su izquierda, hacia el este, los transbordadores del Volga luchaban de nuevo contra el fuego de morteros enemigos. Al sudeste, la plancha de hierro bajo la que se ocultaba su adversario. Kulikov disparó un tiro a ciegas para despertar la curiosidad del alemán. Luego los rusos descansaron tranquilamente. Sabiendo que el sol podría hacer reflejos en sus miras telescópicas, esperaron con paciencia a que descendiera por detrás de ellos. A última hora de la tarde, rodeados ahora por la sombra, Konings se hallaba en desventaja. Zaitzev enfocó su mira telescópica hacia el lugar donde se escondía el alemán. De repente, brilló un alza telescópica en un extremo de la plancha. Zaitzev hizo una señal a Kulikov, el cual levantó despacio su casco por encima del parapeto. Konings disparó de nuevo y Kulikov cayó chillando de modo muy convincente. Sintiendo que había ganado, el alemán alzó la cabeza poco a poco para contemplar a su víctima. Vasili Zaitzev le alcanzó con un disparo entre los ojos. La cabeza de Konings cayó hacia atrás y el fusil se le deslizó de las manos. Hasta que el sol se puso, la mira telescópica brilló y centelleó. Al oscurecer, dejó de brillar.
Fuente: http://www.paginaplastico.com/
-Fragmento de la película "Enemigo a las Puertas"
-Un libro recomendadísimo sobre el tema
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