Los sietes enanitos del doctor Mengele

El 18 de mayo de 1944 el doctor Joseph Mengele fue feliz. Estaba en el laboratorio de Auschwitz cuando uno de sus asistentes le avisó que habían llegado más trenes. Los vagones de carga llenos de una humanidad doliente y lista para la esclavitud o la muerte eran rutina para Mengele, un trabajo de oficina, pero el asistente agregó un detalle que lo hizo bailar. Literalmente: elegante como siempre en su uniforme y delantal, con las botas de caballería relucientes, el médico dio unos pasitos de punta y taco y salió volando al patio de los rieles. Es que en el tren que llegaba de Hungría había enanos. Mengele amaba a los enanos.

El mísero sádico no se merecía encontrarse entre sus prisioneros con un fenómeno probablemente único y ciertamente famoso en los escenarios húngaros: la Compañía Teatral Liliput, compuesta por los siete enanos Ovitz –hermanos y hermanas– y dieciséis personas de estatura normal, los Slomowitz y los Fischmann, empleados que los rapidísimos enanos declararon de inmediato como sus parientes “normales”. A Mengele se le hizo agua la boca con este grupo familiar y los testimonios coinciden en que se reía en voz alta. Fascinado ya freudianamente por todo lo anómalo –los siameses, los gemelos, los enanos– que era su material para crueles e inútiles experimentos, el médico ordenó que la compañía teatral fuera llevada a una de las barracas de prisioneros especiales.

Así comienza una historia olvidada y surrealista de esa locura que fue el Holocausto, rescatada por los periodistas israelíes Yehuda Koren y Eilat Negev en su libro Eramos gigantes en nuestro corazón, que acaba de editar en inglés la editorial Carroll and Graf. Koren y Negev alcanzaron a entrevistar al último de los Ovitz, la bella Perla, que murió a fines de los ‘90, y a varios de los que los conocieron en Hungría e Israel, y se encontraron con un cuento difícil de calibrar: los enanos salvaron la vida porque eran unos mentirosos compulsivos y un cerrado grupo de manipuladores, que se limpiaron a Mengele.

La historia de los enanos Ovitz comienza en Rozália, un pueblito de Maramures, al norte de Transilvania, que antes de la Primera Guerra Mundial pertenecía a Hungría y hoy descansa en Rumania. Es un país montañoso de bosques oscuros aptos para duendes y leyendas, con campesinos de pobreza inmemorial, judíos y un pueblo razonablemente grande, Sighet, donde nació el Premio Nobel Elie Wiesel, otro húngaro deportado a Auschwitz. En esa Rozália nació en 1868 Shimshon Eizik Ovitz, que pasó apenas los noventa centímetros de altura, para consternación de su muy ortodoxa familia, adscripta a la línea talmúdica que afirma que los defectos de nacimiento son la cuenta por los pecados de los padres. Shimshon, sin embargo, fue un hijo tratado con cariño que se dedicó a la animación de fiestas y, con los años, al espiritualismo, terminando como una especie de sabio consejero de almas perdidas.

A los 18, por medio de una celestina profesional, el enano se casó con una mujer de estatura normal que murió joven, lo que hizo que prontamente se volviera a casar con otra “alta”. El activo Shimshon tuvo en total diez hijos, de los cuales siete resultaron enanos. Rozika, Franziska, Avram, Frieda, Micki, Erzsebet y Perla –”Piroska”– estaban afectados por un tipo de enanismo muy raro, la displasia seudoachandroplástica, que afecta a 1 niño en 60.000 y tiene la característica de dejarles piernas pequeñísimas y frágiles, pero una cabeza normalmente proporcionada y muchas veces de rasgos armoniosos.

Shimshon enseñó a sus hijitos a tocar instrumentos, a cantar y contar historias, y a sonreír, siempre sonreír. Cuando eran adolescentes, fundó la Compañía Liliput y comenzó a recorrer Maramures con enorme éxito. Pronto tenían la mejor casa de la aldea, se compraron el auto más grande que encontraron para ampliar las giras y contrataron a los primeros Slomowitz y Fischmann como asistentes. Se hicieron famosos en el circuito local del vaudeville porque eran realmente talentosos, tenían buen oído para las melodías de moda y, como prácticamente todos los judíos húngaros, hablaban idish, rumano, alemán y húngaro. Hungría, una dictadura, se alió al triunfante Hitler hasta que los rusos hicieron picadillo sus ejércitos a principios de 1943. Para 1944, quedaba claro que era cosa de meses que Stalin acampara en Budapest y el gobierno buscaba desesperadamente abrirse del Eje y hacer la paz por separado. El 19 de marzo de 1944, el Führer ordenó invadir al aliado ladino que hasta se negaba a entregar a sus 800.000 judíos, e instaló un gobierno más afín, formado por nazis locales. La invasión pescó a los Ovitz de temporada en un teatro estatal en medio del campo, detalle que muestra cómo la farándula húngara ignoraba abiertamente las leyes antijudías de 1940: la Compañía Liliput era un éxito, sus enanos eran famosos y a nadie le importaba un pito que fueran judíos.

Pero con la Wehrmacht llegó Adolf Eichmann, que rápidamente organizó la deportación de todo judío que no estuviera en Budapest, territorio al que no podía acceder para no quemar que el gobierno era títere. Los Ovitz llegaron a Auschwitz entre los 400.000 compatriotas arrestados y fueron parte del 20 por ciento que sobrevivió a los nazis.

Mengele prontamente puso a los Ovitz a trabajar. Auschwitz realmente era un universo concentracionario e incluía una gran cantidad de artistas: los oficiales del campo recibían muchos visitantes que había que entretener. Los enanos y sus “parientes” de estatura normal no usaban el uniforme a rayas, comían mejor que el resto de los prisioneros –lo que no es mucho decir–, hacían comedia una vez por semana, en alemán y para jerarcas de visita, y también regularmente se sometían a dolorosas extracciones de sangre y fluido raquídeo. No se quejaban, muy conscientes de que la estaban sacando barata.

Para diciembre de 1944 las cámaras de gas dejaron de funcionar. En enero, Mengele se escapó a Alemania, primera escala de una fuga que terminaría en una playa brasileña, y dejó en Auschwitz I y en Birkenau 50.000 hojas de apuntes “científicos” que prueban palmariamente que, científicamente hablando, era un cretino. Los Ovitz vieron entrar a los soviéticos al campo el 27 de enero de 1945 y pronto estaban de vuelta en Transilvania, donde se enteraron de que su familia había sido exterminada y su casa saqueada por los vecinos. Como eran previsores, habían enterrado sus joyas en el jardín, capital que les permitió reconstituir la Compañía Liliput y poner rumbo al oeste, parando sólo en la costa belga. Para 1949 estaban en Israel, volviendo a la fama. La vejez los encontró tranquilos, viviendo de sus dos cines en Haifa.

Fuente: http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/radar/9-2155-2005-04-10.html

-Documental - Mengele y los siete enanos Ovitz

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